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sábado, 26 de marzo de 2016

Ponencia. De Jorge Gaviria Liévano en la Quinta Cumbre Nacional por la Paz, en Cali

El profesor Jorge Gaviria Liévano cuando intervenía, el jueves 17 de marzo, en la jornada inaugural de la Quinta Cumbre Nacional por la Paz,cumplida en Cali. (Foto: Luis Alfonso Mena S.).
LA PERTINENCIA DE UNA PROTESTA EFICAZ EN EL POST ACUERDO Y LA NECESIDAD DE SU PEDAGOGÍA

Por Jorge Gaviria Liévano (*)
Señor Rector de la Universidad Libre, Seccional de Cali, Distinguidas personalidades con quienes hoy comparto esta mesa, Respetable personal docente y administrativo de la seccional, Admirados estudiantes que hoy nos honran con su participación:

Al ilustre señor Rector Libardo Orejuela, pionero indiscutible de este notable emprendimiento académico que son las Cumbres por la Paz que cumplen ya más de veinte años y a quien acompañé en la primera Cumbre aquí en Cali y en la segunda en Popayán; a quienes organizaron impecablemente este foro, así como a todos los ponentes en esta V Cumbre Nacional, quiero  desde ya expresar mi hondo agradecimiento personal y mis efusivas felicitaciones por sus importantes aportes en torno al tema de la paz que a mí sin duda me enriquecen sobremanera.


He intitulado esta charla: “La pertinencia de una  protesta eficaz en el Postacuerdo y la necesidad de su pedagogía”.

Resulta en apariencia algo paradójico venir a hablar de “protesta” en un evento así, cuando aquí y en el país entero se oye persistentemente pronunciar solo el vocablo “paz”, ya sea con voces exultantes de variada contundencia o ya con vehementes reparos de dispar calado y estridencia.

Los importantes intentos pacificadores adelantados en otros momentos históricos por diferentes gobiernos y el intenso proceso que hemos vivido en los últimos años con el actual gobierno nos han permitido un justificado optimismo porque sabemos que todos esos esfuerzos han partido del reconocimiento de la existencia de un conflicto en Colombia. Ese ha sido un gran punto de partida que permite soluciones muy diferentes y más conciliadoras que aquellas que tozudamente negaron la existencia de todo conflicto en el país. Muchos colombianos celebraron en su momento con entusiasmo ese enfoque; otros muchos no lo compartimos nunca. Pensábamos que con semejante óptica, la única salida plausible sería la del exterminio total del contradictor. Ese bárbaro camino se ensayó en Colombia durante ocho largos años y probó su contundente fracaso en lo que se refiere a la construcción de la paz. Confundió en mi opinión paz y seguridad, conceptos que entiendo íntimamente relacionados pero no necesariamente equivalentes ni sinónimos; estimo que sin paz para todos puede haber seguridad para algunos mas no es posible la seguridad para todos.

Mi personal concepción de lo que es la verdadera paz me la ha inspirado siempre el pensamiento de ese grande de América, preclaro conductor de los mejores destinos mejicanos, don Benito Juárez, cuando sabiamente sentenció a finales del siglo XIX: “El respeto por el derecho ajeno es la paz”. Ese pensamiento suyo no es apenas una frase grandilocuente y hueca sino que encierra toda una filosofía de vida, de consideración y de respeto por los demás, de genuina tolerancia, de amor por la libertad real de todos los hombres y de disposición permanente hacia el ejercicio posible de la democracia en su más amplio espectro.

Me asalta por ejemplo a veces el temor de que cuando oímos con tanta insistencia hablar del  “conflicto” y sobre todo del  “post conflicto” pueda haber un  desbordamiento del optimismo y de la simplificación y se pueda estar sugiriendo subliminalmente que por el hecho de llegar a minimizar o a liquidar la principal confrontación armada de estas últimas seis décadas con uno solo de los grupos guerrilleros supérstites o con ambos, el “conflicto histórico nacional” en su conjunto, al que le dedicaran tan imperecederos análisis escritores ya idos como el gran colombiano Indalecio Liévano Aguirre, quedará olvidado y definitivamente superado. Ojalá pudiera ser así de simple, de mágico, de fácil.

Al referirnos entonces a la superación del “conflicto armado”, podremos entender por ello la voluntad de no volver a utilizar jamás de manera permanente u ocasional las armas del Estado o de los particulares para resolver nuestras grandes diferencias. Sin embargo, con solo la superación de la guerra no habremos resuelto los ancestrales problemas que vienen carcomiendo nuestra realidad social, causantes de la confrontación bélica. Un conflicto histórico no solo  gestado por la asimetría de oportunidades, la intolerancia religiosa y en tantos otros aspectos y la  entronización de excluyentes privilegios no  solo durante la dilatada etapa de la dominación española sino también desde los albores mismos de nuestra nacionalidad independiente.

Nuestros criollos revolucionarios no pudieron desmontar del todo el oprobioso andamiaje español y en cierta medida se acomodaron luego paulatinamente a él; la realidad de hoy es parecida a la de entonces pese a los valerosos pero a la postre fallidos esfuerzos de los radicales en la segunda mitad del siglo XIX, encabezados por el chaparraluno  doctor Manuel Murillo Toro, de clara orientación socialista; amén de otros importantes avances para ampliar el círculo de la libertad en la década de los años treintas y en la última del siglo pasado, cuando se expidió nuestra actual Carta Política. Con todo, los rasgos primordiales  de ese complejísimo e histórico  conflicto social, económico y político colombiano han perdurado con moderados atenuantes en todos los procelosos años transcurridos hasta hoy en el marco republicano pese a las guerras civiles del siglo XIX, a las muchas reformas constitucionales, a la brutal violencia política bipartidista hacia la mitad del siglo XX o a las cruentas luchas guerrilleras en los últimos sesenta años.

No sabemos a ciencia cierta qué tan profundas y amplias sean las reformas estructurales que se hayan planteado o acordado en principio en la mesa de negociación de La Habana, ni si ellas son demasiado precarias o algo excesivas. Ante esta incertidumbre y falta de información detallada surge, por ejemplo, un pensamiento que a veces alienta y otras atormenta, y  es la de que en el denominado “post conflicto”,  ¿dónde habrá de quedar el derecho  a  la  protesta  ciudadana  pacífica,  cautamente  consagrado  en  el  ordenamiento  Constitucional colombiano desde hace tiempo y como derecho fundamental en el artículo 37 de la actual Carta Política?

Muchas otras inquietudes caben en torno a esto. Puede llegar peligrosamente a considerarse por algunos, por ejemplo, que el documento que se acuerde finalmente en este proceso no solo se entienda que pone fin al conflicto armado interno sino que él corregirá además todos los aspectos del macro “conflicto histórico nacional”, que quedarán superados y blindados contra cualquier protesta.  ¿El derecho a protestar frente a posibles vacíos en los acuerdos o aún frente a sus posibles excesos, o a un deficiente, tardío o nulo desarrollo de algunos puntos de lo acordado, no tendría ya entonces sentido?  ¿Una protesta frente a eso podría resultar extraña a la nueva sensibilidad y opinión nacional y ser considerada subversiva por algunos?  ¿La legislación que en el futuro se expida podría encargarse de cerrarle el paso a toda protesta  democrática y legítima? Si ello fuere así, se  podría abrir la puerta para una nueva manipulación de los ciudadanos desde las altas esferas del poder, con intereses tantas veces distantes de las verdaderas angustias populares.

Además, y es lo que también preocupa, en Colombia no ha habido históricamente una cultura de protesta pacífica. Las protestas desde los primeros años de nuestra vida deben quedar inscritas en una filosofía del respeto, tanto al formularlas como al recibirlas. Porque la protesta no es, no tiene por qué ser, sinónimo de agresividad, de desorden, de violencia, de vandalismo sino todo lo contrario. Una educación para el respeto es una educación para la protesta. Y una educación para la protesta es una educación para la democracia, la libertad, la igualdad, la justicia. Debe aprenderse el respeto ante la protesta cuando esa protesta reúne unos determinados requisitos. Pero esos requisitos no se dan porque estén formalmente enunciados o impuestos por las leyes; esos requisitos fluyen de nuestra propia formación como seres humanos educados.

Las protestas en Colombia, tantas veces justas ante grandes o pequeñas causas, resultan a la postre deslegitimadas y sin eficacia por los excesos en la desesperada y desproporcionada violencia que generalmente utilizan los que protestan o la que facilitan o estimulan los que quieren debilitar o liquidar la  justicia de una determinada queja, por ser usufructuarios en alguna forma de la situación que la provoca.

Numerosos son en nuestra historia los ejemplos de contradictorias o confusas situaciones de ese estilo en los que la protesta se reprime y se califica de subversiva. Sin ir más lejos: los justos reclamos de los que protestaban en la traicionada Revolución Comunera en el siglo XVIII; el tenso y dramático proceso que antecedió a la explosión popular caótica del 9 de abril de 1948; algunos episodios de justa protesta rural desatendidos o reprimidos con dureza por nuestros gobernantes hace cinco décadas y que en una u otra forma desencadenaron la cruda violencia guerrillera que sigue reclamando en La Habana básicamente lo mismo de entonces; el espeluznante genocidio de la Unión Patriótica como criminal respuesta de un sistema opresor a la voluntad de ese grupo de protestar dentro de los cauces institucionales; sin contar con los frecuentes y desordenados brotes en campos y ciudades por asuntos a  veces muy serios, otras veces menores, que  muchas veces se acompañan de ciertos acentos vandálicos pero que en todo caso demandarían una más adecuada atención y compromisos serios y oportunos de las autoridades responsables.

En cualquier parte del mundo la protesta es no solo una necesidad y un derecho sino que diría yo que es un deber. Es, mirada bien, y cuando es firme pero pacífica, un motor imponderable del desarrollo armónico de la historia de los pueblos. La protesta es una crítica; una crítica airada, si se quiere y las críticas, como dijera Winston Churchill, “no serán agradables, pero son necesarias”.

La protesta no tiene que apelar necesariamente al uso inopinado de la fuerza para ser eficaz. Ello no convoca a la razón, al sentimiento y por lo tanto no persuade realmente. La protesta encierra en sí un argumento, muchas veces sólido, y debe tener métodos precisos para convencer y no amenazas armadas o vandálicas para intimidar.

Hoy se han desarrollado en el mundo, y  las hemos visto ya en Colombia en los años recientes, algunas formas diferentes y muy eficaces de protestas como son las que se expresan a través de las redes sociales. Su impacto trasciende incluso, y con creces, el ritmo de  reacción  de  nuestros  partidos  políticos,  tan   perdidos  en  tantos  temas  vitales  que deberían convocar a protestas públicas, pacíficas y lideradas por sus propios dirigentes.

Hablo de todo esto hoy en un ámbito de plena libertad porque esta casa de estudios se fundó precisamente como expresión de una protesta profunda. La inconformidad de la Convención Liberal de Ibagué en 1922,  del insigne General Benjamín Herrera y de sus Hermanos Masones, quienes por inspiración de aquella fundaron hace casi cien años la Universidad Libre como una  válida y necesaria protesta frente al peligroso sectarismo, al asfixiante confesionalismo que  la educación eclesiástica y dogmática de la época ejercía sobre la juventud colombiana aprisionando su conciencia, y ante la falta de la cátedra libre y  de  la  libre  investigación  científica.  Y  está  aún  por  dilucidarse  si  una  educación confesional y dogmática tan larga y extensamente impartida en Colombia, y que conduce al fanatismo, es causa de la intolerancia nacional y si puede reconocerse en ella a uno de los mayores determinantes de nuestro gran conflicto social y también de su consecuencia, el conflicto armado.

La  Universidad  Libre  puede  ser  pionera  para  impulsar  desde  sus  aulas  una  nueva cultura  nacional de la protesta y todo lo permite y aconseja. Lo muestra la propia historia de un claustro en el que se han formado y se siguen educando miles de colombianos en muchas disciplinas y en casi todos los rincones de la patria; que ha tenido en sus cuadros directivos y académicos a notables personalidades, Masones y no Masones, como Jorge Eliécer Gaitán, Darío Echandía o Gerardo Molina, por citar solo unos pocos; que ha contado en el pasado con la abnegada y entusiasta contribución de muchos Hermanos Masones que durante décadas prestaron gratuitamente sus servicios a la Universidad a fin de fortalecerla y engrandecerla, y que ha dispuesto en fin del mejor instrumento posible para que la juventud proteste adecuadamente: la tolerancia.

Ese instrumento que forma parte de la esencia misma de esta Universidad Libre, es el mismo que informa e inspira a la Masonería. La tolerancia es genuina cuando se considera como una fortaleza del carácter y no como una debilidad del mismo; es la que oye al otro, la que respeta al otro, la que quiere al otro, la que sabe que al otro también le asisten derechos, y no solo a uno mismo de manera exclusiva y excluyente. Esta tolerancia es la que no es condescendiente con lo ilegal, antiético, corrupto, que no se confabula con el otro en  una insana complicidad con lo  incorrecto. Que nunca es  pusilanimidad o  falta de compromiso con lo justo. Que es en cambio lealtad consigo mismo,  respeto hacia los semejantes y culto permanente a la verdad.

El  General  Benjamín  Herrera,  quien  al  tiempo  que  fundara  la  Universidad   Libre organizaba también la Gran Logia de Colombia con sede en Bogotá, había quedado desde años antes consagrado como uno de los grandes de nuestro país cuando en un ejercicio de profunda tolerancia, después de que su bando político perdiera la Guerra de los Mil Días, firmó la paz convencido de la necesidad de poner “la patria por encima de los partidos”. Difícil registrar una fortaleza espiritual mayor que la suya en esas duras horas. Esa fue la concepción de la tolerancia que figuras estelares como él vivieran y propalaran con su ejemplo.

Enseñar entonces a protestar ordenada, pacífica, eficazmente, con verdadera tolerancia, puede representar un muy ambicioso proyecto educativo para esta Universidad, quizás en conjunto con otras varias Universidades afines a sus propios principios como las hoy representadas aquí, y podría acometerlo prontamente en  momentos históricos  como estos, en los que el cierre en primera instancia de este grande esfuerzo adelantado en Cuba parece hoy de inminente ocurrencia.

Un “postacuerdo” o “postconflicto” sin protestas, en el sentido en que las hemos probado a describir, se me antoja demasiado plano, demasiado estéril, quizás demasiado próximo a una “patria boba”, para poder aclimatar una paz perdurable. Parafraseando aquello de que “nada está acordado hasta que todo esté acordado” y mirando hacia el futuro, podríamos también decir que  “nada estará cumplido mientras no se cumpla todo”. Y es allí donde una cultura de la protesta serena y eficaz puede significar el motor insuperable para la cabal realización de todo lo que se acuerde  y ser un instrumento de vigilancia para el oportuno restablecimiento de la plena vigencia de los derechos humanos cuandoquiera que ellos fueren violados.

Dejémosle pues bien abierta la puerta a la protesta pacífica, para asegurar así que por esa ancha puerta  entre también, y para no salir jamás de nuevo, la paz vigorosa y perdurable para esta formidable y diversa Colombia indígena, afrodescendiente, mestiza y mulata que tiene el derecho fundamental a la esperanza en un futuro mejor para todos…

¡Mil gracias!

(*) Miembro de la Sala General de la Universidad Libre de Colombia.


Cali, jueves 17 de marzo de 2016.

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